25 abril, 2011

Dar un Hijo en Adopción

Por Andrea Navarro y Camila Bravo, 2010


Pamela tiene 23 años y es asesora del hogar. Vive en una casa de dos piezas en Cerro Navia junto a su mamá, tres hermanos y dos hijos, de diferentes padres. En la casa, sólo trabaja ella y su madre y con estos sueldos, apenas llegan a fin de mes.

El padre biológico abandonó a Pamela cuando era niña y nunca más tuvo contacto con él. Su hermano es alcohólico y drogadicto, y vive de la mendicidad. La relación que tiene con su mamá no es buena, porque ella siempre le ha sacado en cara que haya quedado embarazada cuando era adolescente.

Mientras Pamela trabaja, sus dos hermanas se turnan para cuidar a sus hijos. Pese a esto, no se queda tranquila, debido a que su hermano, producto de sus adicciones, muchas veces es violento con los menores. Los padres de ellos tampoco han estado presentes durante la crianza. Ambos la abandonaron.

Pamela espera su tercer hijo. Tiene seis meses de embarazo y no quiere que él pase por lo mismo que sus hermanos. Está confundida y tiene miedo por el futuro del menor. Pensó en abortar, pero desechó esa alternativa. Cree que el pequeño merece tener una familia unida, una buena educación y bienestar, pero sabe que ella no se lo puede dar. Por eso, está viendo la posibilidad de entregarlo en adopción. Gracias a una amiga, se enteró de la existencia de organismos que apoyan a las madres que se encuentran en su situación.

La historia de Pamela (nombre ficticio) representa a cientos de mujeres que se enfrentan cada año al dilema de ceder a sus hijos en adopción. La mayoría de ellas tiene entre 22 y 24 años, proviene de estratos socioeconómicos bajos y posee una familia disfuncional. No existe una actividad laboral en común: son estudiantes, trabajadoras independientes, empleadas domésticas y dueñas de casa.

Según un estudio realizado por el Servicio Nacional de Menores (Sename), en Chile existen 641 niños y niñas que están en proceso de ser declarados susceptibles de ser adoptados, o que ya han sido declarados susceptibles y que esperan ser entregados a sus padres.

La ley, vigente desde el año 1999, dispone que el objetivo de la adopción es “velar por el interés superior del adoptado y amparar su derecho a vivir y desarrollarse en el seno de una familia que le brinde el afecto y los cuidados tendientes a satisfacer sus necesidades espirituales y materiales, cuando su familia de origen no se los puede dar.”

Por lo tanto, la adopción es una institución subsidiaria. Es decir, que viene después de haber agotado las posibilidades de que el niño o niña esté con su familia de origen. “Por eso el mandato de trabajar con las mujeres que están en conflicto con su embarazo no es sólo ético, si no que también es legal”, dice Paula Arroyave, abogada y directora del Programa adopción de fundación San José.

En Chile, hay sólo a cuatro organismos de adopción autorizados, aparte del Servicio Nacional de Menores (Sename): Fundación Chilena de la Adopción, Fundación San José, Mi Casa, y el Instituto Chileno de Colonias y Campamentos y Hogares de Menores (Quinta de Tilcoco). Los tres primeros se encuentran en Santiago y el último en Rancagua.

La fundación San José, en el área Mujer Embarazada, se encarga de brindarles apoyo a las madres biológicas. Además de hacerles talleres recreativos, psicólogos y asistentes sociales trabajan de forma coordinada en el proceso de discernimiento, que consta de tres etapas: pre-parto, parto y post-parto. Se trata de ayudarlas a decidir, sin presiones, en una situación libre e informada, sobre su vida y la de su hijo o hija.

“Los elementos fundamentales en esta etapa son el bienestar del niño, de la madre y de la familia de origen y sus otros significativos”, explica la psicóloga de la fundación San José, Patricia Villela.

Durante 2009, de 317 progenitoras que recurrieron a la fundación San José por conflicto con su embarazo, el 80% asumió su maternidad y no cedió a su hijo en adopción, gracias al trabajo de búsqueda de redes de apoyo.

Pese a la cifra anterior, el Servicio Nacional de la Mujer (Sernam) no está llevando a cabo ningún plan en torno a las madres progenitoras.


Según la Dirección Metropolitana del Sernam, hoy están enfocados en la campaña contra la violencia hacia la mujer y el próximo año comenzarán a desarrollar planes de acuerdo al tema de la adopción.



Una Opción por la Vida
América Latina tiene los índices más altos de abortos realizados en condiciones de riesgo: casi 4 millones por año. Cinco mil de ellos, las mujeres los pagan con su vida. En Chile es ilegal bajo cualquier circunstancia y se estima que anualmente más de 150 mil mujeres realizan esta práctica.

Muchas de las madres que llegan en busca de apoyo a las fundaciones para la adopción, especialmente al inicio del embarazo, han pensado en interrumpir su gestación por el bloqueo mental que les produce el sentir que no podrán hacerse cargo de este nuevo miembro. Sin embargo, optan por no hacerlo.

“Lo descartan por miedo a su propia integridad física, por falta de recursos económicos o por opción valórica”, dice la psicóloga de Fundación San José.

Después de un embarazo, el cuerpo cambia. Aparecen estrías, la piel se pone más flácida, algunas mujeres se manchan, la elasticidad ya no es la misma, y el desorden hormonal produce, a veces, depresión. La mujer que cede a un hijo en adopción sufre estos cambios igual que todas, pero con la dificultad de saber que tendrá que renunciar a él en busca del bien mayor, que es darle vida al pequeño que viene en camino y entregarlo a una familia que ansía entregarle amor y le dará lo que necesita.

Estas madres se sentían solas. A muchas de ellas, sus parejas, les aconsejaron un aborto. Se enfrentaron a sus familias. Tuvieron miedo y sufrieron al darse cuenta de que no podrían darle a su hijo lo que ellas deseaban: un hogar, educación, contención. A pesar de ello, optaron por la vida.




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19 agosto, 2010

Eterna solidaridad

18 de agosto, día de la solidaridad y todos nos acordamos que existen personas que nos necesitan. Pero ¿qué sucede el resto del año?

“Nuestro país no es un país solidario, cada uno vela por su metro cuadrado; es una sociedad egoísta. Chile es un país infeliz”. Así de categórico es Pepe para hablar de eso que tantas veces nos ha hecho sentir orgullosos.

Hace nueve años, un desajuste laboral dejó a este hombre, de pelo blanco y 2 metros de altura, viviendo en la calle. Convivió con la violencia, la drogadicción y la delincuencia, sin embargo, asegura que fue una experiencia enriquecedora. Ésta es su visión de la solidaridad.

¿Qué es para ti la solidaridad?

La solidaridad tiene que ver con un concepto fundamental que es verte a ti en el otro. Esto implica un acto de profundo contenido moral en el que todos somos parte de lo mismo, como un todo. Por lo tanto, si yo sufro, tú también sufres; lo que yo hago repercute en el otro.

¿Cómo crees que se desarrolla la solidaridad en nuestra sociedad?

En nuestra sociedad las personas son muy competitivas y andan todas como caballito de carrera, por eso Chile es un país infeliz. No se detienen a mirar a su alrededor, pero hay un aparatito, que es la televisión, que les ayuda a acordarse. Ahí tenemos el “Chile ayuda a Chile” con el terremoto, la Teletón, Navidad y paremos de contar. La tele es un estímulo que genera instancias de solidaridad, pero son muy pocas y momentáneas.

¿Cómo era tu vida cuando vivías en la calle?

Yo era gerente de una empresa de locomoción colectiva y tuve unos problemas con mi empleador que me dejaron en la calle. Viví en la Posta Central y ahí había un clima de violencia permanente. Los que viven en la calle son algunos alcohólicos, drogadictos, otros que sólo se fueron a la calle por problemas familiares y muchos del barrio alto porque tienen sida y en sus casas no los aguantaron. A muchos les gusta vivir en la calle; es lo único que conocen porque viven ahí desde chicos. En la calle hay un problema social profundo y si te das cuenta no hay ningún programa a nivel de Gobierno o intendencia para superar eso, pero bueno, ahí cada uno hace sus grupos y yo estaba con los más tranquilos. Me dedicaba a observar y me hizo entender muchas cosas. Fue realmente una experiencia enriquecedora.

¿Cómo viviste la solidaridad cuando estabas en la calle?

Mira, la solidaridad en la calle es focalizada y escaza. Hay niveles, por ejemplo grupo por afinidades que asumen la solidaridad entre ellos. Otro es el nivel institucional del que se hace cargo la iglesia católica con el Hogar de Cristo y parroquias que hacen comedores abiertos y nos les dan almuerzo o la Fundación Las Rosas que cuando yo estaba nos daban la opción de ir a bañarse. También hay grupos evangélicos que van a cantar y hacer compañía. Otros grupos espirituales son los Hare krishna que en general nos daban comida. Pero la gente común y corriente no. De hecho en un condominio que había cerca de la Posta Central, a veces dormían en la vereda y la gente salía en la noche, no para ayudar, sino que para echarlos porque hacían ver feo el lugar.

A mí me tocó estar una vez en el centro y una niña como de 18 años venía corriendo como arrancando muy asustada. Nosotros la acogimos y yo la escondí bajo mi manta. Después nos contó que la perseguían unos Punks porque se había escapado del rito de iniciación que consistía en tener relaciones con todos los integrantes. Le dimos tecito y se fue cuando amaneció. Era nuestra manera de ser solidarios.

¿Cómo consideras a nuestro país en este ámbito?

Mira, nuestro país no es un país solidario, al final cada uno vela por su metro cuadrado, pero cuando vives una experiencia tan fuerte como vivir en la calle, tratas de hacer cosas para que otros no lo hagan. Por eso vamos con un grupo a un hogar de niñas de La Pintana a darles un almuerzo completo con ensalada, plato de fondo, postre y todo. Vamos una vez al mes, pero es sólo un pretexto. Al final vamos a darles cariño. Es lo que te decía, eso de verse en el otro. Cuando nosotros vamos, vamos a amar para que ellas se sientan amadas.